Para Irene aquel período fue el más
difícil de su vida, fue un tiempo de espera, de anhelos, de ausencia infinita.
Manuel se marchó de un día para otro, dejando un vacío inmenso en el pequeño espacio
que ambos compartían en la serranía. Irene arma su vida tal como solía hacerlo,
se levanta y blasfema contra el gobierno.
-Siempre son los pobres los que pagan por
los decretos, son los utilizados para apoyar lo innecesario. Son las manos que
se tiñen rojas, aún cuando sus mentes vomitan de vergüenza. Maldita guerra, tristes guerras si no es amor
la empresa…tristes, tristes.- dice Irene mientras cuelga la ropa y una lágrima
verde se asoma en su mejilla.
Hoy día se cumplirían cien años de su
matrimonio. Años de desolación y espera, de anhelos, de ausencia infinita. De
Manuel nada sabe, no sabe nada de nadie, se alimenta pensando en él. De
recuerdos inconclusos, del día que fue a dejarlo a la ciudad, donde le prometió
a la vuelta una huida, un viaje sin fin.
El tiempo pasó y pasó, Irene vive en un
círculo, no envejece, nace y repite lo mismo, cuelga la ropa y blasfema, pasan
cien años y todo vuelve, su mente revuelta revive un encuentro, una cita, donde Manuel regresa y la montaña
crece.
Irene entra en su hogar, mira el horizonte
y piensa en la soledad. En abandonos, en su mente perturbada y Manuel de fondo.
Sigue avanzando la vida, siguen los retrasos, la melancolía. Un día cualquiera,
cae una nube, misiles rebotan e Irene se duerme. Se levanta y prepara su
comida, cuelga la ropa y mira el cielo: hay una nube menos. Con cierta
extrañeza vuelve a su hogar, mira el horizonte y piensa en Manuel. Se mira en
su espejo circular, de un tiempo a esta parte, único consuelo. Advierte de
pronto una presencia, camina a la habitación y Manuel le sonríe. Irene se
mancha verde, ojos empañados la acompañan, se acerca y lo abraza. Su esposo, su
mayor tesoro, está con ella, esta vez será para siempre el retorno. Lo
encerrará en su cárcel de oro, donde siempre debió permanecer.
Manuel no habla, no siente, no expresa,
sin embargo su reflejo basta para que Irene lo atienda. Prepara todo, innova
sus pensamientos, determina su felicidad. Le sirve desayuno, tranquilamente lo
besa. Y Manuel mudo, inmóvil se queda. Siguen los rumbos avanzando, sigue Irene
despierta, continúa su creciente alegría. Planea la huida prometida, haciendo
vivir cada recuerdo, asfixiando sus pensamientos.
Mientras, Manuel espera en la habitación,
tal como llegó, nada ha cambiado en él. La misma vestimenta con la que se
marchó, alrededor bandejas con desayunos pretéritos, un cubrecamas desteñido
con tintas verdes. E Irene preparando más panes, más leche para su marido. Y
todo está igual, ella se mueve por él, todo lo hace para él, y él, quieto, mudo
y ciego.
Irene, sigue con su rutina, repite lo
mismo que mañana, igual que ayer. Reparte besos, leche y pan, cuelga ropa y
sigue en el cielo una nube menos. Una lluvia de misiles ataca el lugar, uno
sobre la casa la hace volver atrás. Un espejo circular roto, Manuel desaparece
de la cama, una notificación del ejército: su marido ha muerto. Una nube
regresa a su posición e Irene bajo tierra reclama por su situación. La montaña
crece y una casa se muere. Deshabitada y solemne.
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