cuando te miro o pienso tus ojos señalándome sonrientes, me invade un vértigo irresistible que recorre cada fibra de mi cuerpo. Me apropio de la visión azulada, amplia y luminosa que emanan y expresan desde tí y siento que podría lanzarme al vacío por suplicarte que no dejes de apuntarme y taladrarme las pupilas. Cuando me acerco al destello arrollador de tu abismo, me azotas exquisitamente, me congelo en el encierro de tus contornos y quisiera que no existiera nada, nunca más; quisiera ser ese objeto de deseo y atracción que no cansa de ser (ad)mirado, que desnuda tus secretos y juguetea con tus imaginarios. Quisiera ser yo la primera en abrirte los ojos y la última en cerrártelos, quisiera que me alumbraran los pasos cotidianos, las risas nerviosas, la sencillez de una caminata callejera, la sincronía de tus zapatillas desatadas, mis ganas de sujetarte si caes y la que revolotee en tus rulos en la mañana. Tu mirada me marea, me desconecta del cemento llano de la rutina, me traslada, cariñosamente, a una latitud imaginada, fuera de los márgenes reales, fuera del mundo, fuera de todas las formas conocidas. Me suspenden en el aire, pendo de tus movimientos y dejo acariciarme por tu voluntad e intenciones. Cierro los ojos y así perpetúo tus colores, tu subjetividad y el descanso que supone despertar y encontrarme clavándome así, tan intensamente tierno y pasional, con esa calidez y templanza que abriga la mixtura de tu mirada.
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