añoro tu forma, tus ganas, tus besos, tus manos y tus intenciones conmigo. Añoro tu presencia, tu pecho ceñido al mío, tus manos entrelazadas y tu pasos sincronizados. Añoro mirarte de lado y saber que estás, tus ganas de permanecer, de sostenerme y abrazarme. Añoro tu aliento y tu respiración en mi boca, tu presencia constante -aunque breve-, saber que puedo apoyarme en tu espalda y que no quieres desapegarte de mi lado. Añoro las andanzas, las risas, las sonrisas intermitentes, las palabras compartidas, la agitación reverberante de nuestros cuerpos unidos, el calor que emanó de ahí y la ensoñación de permanecer infinitamente juntos. Añoro el color de tu voz, tu acento particular, tus gestos, tu forma de caminar, tu altura y tu fisonomía. Añoro tu calma, tu ecuanimidad, tu tiempo y pausas para responderme, tu buenas intenciones, tu manera de pedir disculpas. Añoro la atención propuesta para escucharme, añoro la forma en que me besas la frente y acaricias mi pelo, añoro poder apoyarme en tu hombro y que me prestes tu humanidad para descansar en ella. Añoro los detalles, la longitud de tus dedos y el color de tu piel. Añoro tu forma de nombrarme, las palabras que te definen, los gustos que compartiste y tus ansias de develarme. Añoro que estés -aunque no estés-, añoro que te atrevas una vez más y podamos fusionarnos en una pista de baile, en tu cama, en tus calles, en tu mundo. Añoro una añoranza, lo sé, pero no me importa, porque añorando se me hace más liviano respirar lejos de ti.
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