allí te encontré, en esa fiesta resonsante, llena de gritos y risas al unísono. Nos dirigimos la mirada un par de veces antes de empezar a conversar, te observé ligeramente, estabas solo, rellenando el espacio con las manos en los bolsillos y la breve luminosidad de la compañía inerte del celular. Me acerqué, te saludé con una sonrisa inocente, esperé una respuesta. Me sonreíste de vuelta y empezamos un lapso de preguntas y respuestas rápidas, necesarias, para cimentar un desenlace. En realidad, no sentí nada especial cuando te ví la primera vez, no obstante, tenías un dejo de madurez y masculinidad que alimentaron mis ganas de mantener una conversación -medio serio, medio en broma- de algunos temas que nos tocaban de manera tangencial, y así, mi humanidad prefirió escucharte de cerca para corroborar las ventajas de la adultez juvenil que luego pudimos vivir. Sin embargo, antes de abandonar ese espacio que nos ató voluntariamente, me pediste el teléfono -yo, a cambio, te ofrecí que revisaras mi facebook-. Después de un rato de estar sentados, te propuse ir a bailar, en plena sobriedad, te incité a que jugaras un poco con mi cuerpo, contornéandose, frente a tí...ese fue el inicio de un par de encuentros casuales en tu pequeño espacio, donde la mezcla del alcohol, la música y el deseo se han concertado un par de veces al mes, para dedicarse a revolotear en imaginarios breves de seudo amor.
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