nos miramos, sonreí, tú ya lo hacías, siempre lo hiciste. Nos observamos, no dejé de mirarte y no pude evitar sonreír, primero, nerviosamente, luego con mayor soltura. Te sentí igual a mí, dije que habíamos sido parte de lo mismo, una extensión mía presente frente a mí, con esa sonrisa abierta, dispuesta y acogedora, te ví hermosa, te ví serena, sabia de tu historial. Me hiciste sentir segura, bien plantada. Dijiste que estabas orgullosa de mí, de esa persona, enfrentada, en quién me había convertido. Me viste tan niña, pero a la vez tan mujer. Mi pecho se infló, qué orgullo también sentí, de mí, de las dos, de saberme sólida y tan tranquila de conocerte y haber dejado tanta maraña emocional atrás, me costó, lo admito y desde que tomé nociones de abandono, me sentí vulnerada, distinta, me tuve que armar caretas de indiferencia, de que ese origen fue solo un inicio sin importancia de mi ser, crecí un tiempo, con toda el peso de la vulnerabilidad pisoteándome de vez en vez, me encontraba aislada, en mi propio miedo a saber que me dejaste sola, dispuesta a mi propia suerte, me hice fuerte, me tragué dolores imposibles, seguí avanzando, seguí reflexionando, me lamí mis heridas, a veces volvían a sangrar cuando un amante me desilusionaba y me encontraba a mí misma, hecha un ovillo, muriendo de pena en mis propios brazos. Y así fue más o menos, durante unos diez años, ese pilar fuerte, a veces carismático y atractivo centro de atención que guiaba externamente mi existencia, algunas noches lloraba sola por dentro, reinaba, entonces, un latente y persisente vacío interior, necesitaba que un "alguien", llenara mi existencia, me hiciera aparecer y también ser quién era, me cobijara y llenara de elogios para hacerme grande y poderosa. Pero ya no, después de un largo camino lleno de tropezones, conversaciones internas, nuevos abandonos amorosos, crisis y luchas por conocerme más, nos encontramos esa vez, frente a frente, te sentí tan igual a mí, que me alivié, respiré y te ví, sonriendo, tan cercana, tan fácil de abordar. Sentí una cálida emoción, no necesité llorar al principio, era alegría pura, era paz, era estar en pleno dominio de mi tranquilidad, estábamos tan cómodas mirándonos, dejando que el río mental fluyera y se cargara de puros momentos buenos, no pude dejar de apreciarte. Cuando me abrazaste y logré converger contigo en ese abrazo envolvente, caliente, te ví amándome, con tus gestos, con tu sencillez materna y supe que había tenido un origen amoroso, mi presencia en tu vida y en la de los demás, no fue en vano. Me sentí amada desde siempre, noté tu gesto amoroso, supe que todo había sido planificado por amor, para nuestro propio bien. Senti una gratitud profunda y genuina, inmensa. Todo lo que alguna vez, en mis plenos cabales, quise decirte, no necesitaron palabras para expresarse, se fundieron en nuestras miradas y en mi gesto de recibir todo el amor que tenías para darme, ese amor que reconforta y me dió la seguridad basal para enfrentar el día a día con menos piedras en la mochila. Qué alivio, qué hermoso momento. Te pregunté si estabas bien, me dijiste que sí, yo también, estábamos tan bien, sin reproches, sin sobredramatizaciones. Y así fue como desde aquella vez, me siento más coherente con mi esencia, me siento hermosa, plena, llena de motivos por los cuales vivir llena de amor, agradecimiento, entrega -y también sabiendo recibir-. La noticia que mi mamá me dio hoy, si bien no me generó una tristeza real y profunda, me conmovió, me dejó reflexiva, un poco a la deriva, no sé hacia dónde dirigir mis pensamientos y emociones. Te quiero, siempre te querré y siempre te quise, somos parte de lo mismo, me diste lo esencial para poder convertirme en quién soy, sin más ni menos, me dejaste esa libertad para que mis padres me cobijaran con tanto amor, sé que solo lo que nos une es amor, es agradecimiento, es orgullo. Nos encontraremos el día que tenga que ser, te llevo en mi interior con cariño y aprecio, sé que estás conmigo y eso es suficiente. Un abrazo como el de aquella vez, descansa en paz hasta nuestro encuentro.
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