Cuando te miro, me emociona saber que sigues siendo aquel niño ingenuo que cree en la inmensidad de la vida, despreocupado y con ganas profundas de amarme. Te miro y me gustas, me gusta tu simplicidad, a veces, esa sumisión ante mi presencia, que te hace pensar y destapar tus propios miedos. Me crees capaz de todo, me he mostrado así, pero sé, muy en el fondo, que tú eres mucho más fuerte que yo, eres más sereno pero a la vez más fehaciente con tus (pocas) convicciones, las que matemáticamente practicas sin resquemores. Vuelvo a mirarte, y te admiro por eso, sé que tú dices admirarme más, pero creo que cuando la crisis se desata y vemos que el deber nos implora que nos dejemos para siempre, retrocedemos y nos vemos como la primera vez que nos conocimos, la primera vez que nos destapamos y descubrimos que somos los dos lo suficientemente fuertes para reavivar la llama, esa llama que en un momento se dió por perdida, pero que por cada nuevo adiós nos alumbra con más fuerza y mostrándonos a lo lejos que seguiremos en paz, que seremos una pareja eterna, no eternamente feliz, pero capaz de sostenerse a pesar de todas estas desavenencias que a veces me ciegan y me hacen gritar, llorar y no me deja pensar con claridad que eres, realmente, el equilibrio perfecto entre dar/recibir, entre expresar/callar y entre razón y corazón...
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